Hacienda Labor de Rivera

Nuestra Historia


INTRODUCCIÓN

Las labores agrícolas y las estancias ganaderas fueron fundamentales para la colonización española de las Indias, pues el poblamiento civil de todos los territorios que se iban ganando para la corona era la mejor herramienta para asegurar las conquistas militares. Además, eran los centros de producción desde donde se abastecía de alimentos a las ciudades, a las villas y a los pueblos.

Las labores, denominadas originalmente caballerías de tierra, tenían una extensión aproximada de cuarenta hectáreas, y estaban destinadas a la siembra de maíz, trigo, frijol, garbanzo y otras semillas y legumbres, y de la caña de azúcar. En las estancias para ganado menor se criaban ovejas, chivos, cabras y cerdos; y en las estancias para ganado mayor, que tenían una extensión de más de mil setecientas hectáreas, se criaban los ganados caballares, mulares y vacunos. Todo ello tenía como eje el casco, que era el lugar en donde se encontraba la casa grande y alrededor del cual había huertas de árboles frutales y se criaban aves de corral.

La región de los valles de Ahualulco, Ameca, Etzatlán, Tala, Tequila y Teuchitlán, entre otros, resultó siempre muy atractiva para los conquistadores y primeros pobladores del reino de la Nueva Galicia. Primero, por ser tierras muy fértiles, pues estaban rodeadas de lagunas y había muchos arroyos y manantiales, por lo que el agua no faltaba nunca; segundo, porque estos valles estuvieron en medio del camino entre Compostela, que fue la primera capital del reino, y Guadalajara, que fue siempre su ciudad principal; y tercero, por razones políticas, pues justamente en estos valles se encontraba la frontera del reino de la Nueva Galicia, al que pertenecía Teuchitlán, dentro de la jurisdicción del pueblo de Tequila, con el de la Nueva España, de que dependían las jurisdicciones de Ahualulco y Etzatlán. Existe una vieja leyenda que nos cuenta que, desde la antigüedad remota y hasta poco tiempo antes de la conquista española, estas tierras estuvieron habitadas por una raza de gigantes, que medían más de tres metros de altura y eran gente bárbara y sin ciencia alguna, feroces y holgazanes, y que se alimentaban de los hombres, por lo que estos se dieron a la tarea de aniquilarlos. Es curioso cómo desde los tiempos homéricos las leyendas de gigantes han estado asociadas siempre con las zonas volcánicas, como lo es ésta, cuyo paisaje lo domina el cerro de Tequila. Y resulta también curioso el hecho de que, en las viejas historias de gigantes, se refiere que, al morir, estos eran enterrados en montículos circulares, que nos hacen pensar en las construcciones escalonadas que se encuentran muy cerca del pueblo de Teuchitlán y que, hasta ahora, nadie sabe quién, cómo ni con qué objeto las edificó.

Pero si bien todo esto puede ser considerado como una simple fantasía, no cabe duda de que todos estos valles fueron repoblados en el siglo dieciséis por otro tipo de gigantes: los Ojeda, los Estrada, los Fernández de Híjar, los Bracamonte. Es decir, los que al lado del gran capitán Nuño de Guzmán realizaron la hazaña de la conquista de este reino, del cual pueden considerarse sus padres fundadores.


DIEGO DE COLIO

Aunque no participó en la hazaña de Nuño de Guzmán, debemos incluir en esta lista de gigantes al asturiano Diego de Colio, por estar tan directamente relacionado con la historia de esta hacienda. Fue uno de los primeros conquistadores de Méjico, a donde llegó en mil quinientos diecinueve, procedente de Cuba, en la misma flota y armada en que venía Hernán Cortés, y participó con él en la toma y pacificación de la ciudad de Tenochtitlán y de todos sus dominios. De ahí pasó a la conquista de Pánuco, con el adelantado Francisco de Garay; luego, a la primera conquista de Jalisco, con el capitán Francisco Cortés, pariente cercano de Hernán; y de ahí, fue a la conquista de Guatemala con el gran Pedro de Alvarado.

Finalmente, cuando por el año de mil quinientos cuarenta y uno se rebelaron los indios chichimecas y estuvo a punto de perderse toda la conquista de la Nueva Galicia, acudió a su pacificación acompañando al virrey don Antonio de Mendoza. Tras estos episodios, decidió quedarse a vivir en este reino, en donde se casó con doña Catalina de la Torre, hija del licenciado Diego Pérez de la Torre, que fue el sucesor de Nuño de Guzmán en el gobierno de este reino. Él y su mujer están considerados entre los primeros vecinos que tuvo esta ciudad de Guadalajara, de la que don Diego de Colio llegó a ser alcalde ordinario.

Acerca de este personaje hace dos referencias el padre fray Antonio Tello en el libro segundo de su monumental Crónica Miscelánea de la Santa Provincia de Jalisco. La primera de ellas en el capítulo ocho, en donde nos cuenta que Diego de Colio fue quien descubrió los huesos de los míticos gigantes, lamentablemente sin aportar mayor información; y la segunda en el capítulo quince, donde nos dice que fue también quien descubrió las islas Marías. Y aunque hasta el momento no ha sido posible establecer de manera documental su relación directa con esta hacienda, le hemos supuesto el beneficiario de una serie de mercedes de grandes extensiones de tierras en el valle de Teuchitlán, tanto por sus méritos en la pacificación del reino como por el hecho de ser el yerno de su gobernador, en las cuales se habría originado la futura labor de Rivera, en base a una serie de argumentos que más adelante se expondrán.

LOS ORIGENES DE LA LABOR DE RIVERA

Pero entretanto este asunto no queda satisfactoriamente resuelto, se puede afirmar que la fecha más antigua relacionada con esta propiedad es el diecinueve de marzo de mil quinientos sesenta, cuando don Juan Cacaque, gobernador del pueblo de Tepechitlán, que era como entonces se decía Teuchitlán, junto con otros señores indígenas muy principales de dicho pueblo, vendió un pedazo de tierra por partes iguales a Francisco de Bobadilla, que era su encomendero, y a Francisco Narváez, en precio de treinta pesos de oro común, más un potro que ambos compradores quedaron de darles.

Se trataba de cuatro caballerías de tierra, equivalentes a unas ciento sesenta hectáreas, según nuestros cálculos, para labor de trigo y de maíz, las cuales estaban a la mano izquierda del camino que va del pueblo de Teuchitlán al del Ahualulco, junto a otras tierras que ya poseían los compradores. No cabe la menor duda de que la parte de la compra que le tocó al encomendero Bobadilla fue el origen territorial de lo que llegó a ser el sitio del casco de la actual labor de Rivera.

El tres de agosto de mil quinientos sesenta y siete, don Francisco de Bobadilla y doña Francisca de Tapia, su mujer, le vendieron a Juan Guerra, en precio de ciento ochenta pesos de oro común, las dos caballerías de tierra que, de las cuatro compradas siete años atrás a los indios de Teuchitlán, correspondieron por mitad al encomendero. Era Juan Guerra hijo de Juan de Ojeda, conquistador de los reinos de la Nueva España y de la Nueva Galicia, contador de este último por largos años y uno de los más grandes terratenientes de estos valles, cuyas posesiones están relacionadas con el origen de haciendas tales como el Cabezón, en Ameca, y Santa María de Miraflores, hoy llamada el Carmen, en Ahualulco. No parece ser coincidencia que Bobadilla hubiera vendido estas tierras a Juan Guerra, quien para ese entonces estaba casado con doña María de Colio, la hija del conquistador Diego de Colio, pues hemos llegado a suponer que, de hecho, las hubiera comprado el dicho Bobadilla siete años atrás por encargo y con el dinero del propio Colio, quien, valiéndose del mismo encomendero, decidió traspasarlas a su yerno Juan Guerra a manera de dote, todo lo cual parece tener sustento.

En primer lugar, porque por el año de mil quinientos sesenta y uno, que habría sido el de su matrimonio con María de Colio, Juan Guerra empezó a recibir mercedes de tierra por parte de la real audiencia de la Nueva Galicia; pero al parecer en razón de los méritos de su suegro, y no de los suyos. Por esos años, empezó también Juan Guerra a comprar tierras colindantes a las que ya poseía; pero parece ser que también lo hacía con el dinero y en representación de su suegro, que parecía ser siempre el verdadero destinatario de dichas fincas. Para mil quinientos sesenta y seis, la real audiencia continúa haciendo mercedes de tierra a Juan Guerra en términos del pueblo de Teuchitlán; y ese mismo año, Diego de Colio empieza a hacer donación y traspaso de las suyas propias a su yerno.

Con todas estas propiedades, habidas por dote, compras, mercedes, donaciones e intercambios, y cuyo giro en su conjunto era ya para entonces agrícola, ganadero y también de sacar plata labrada, parece configurarse en tiempos de Juan Guerra y de María de Colio esta labor, con la extensión y límites que conservará durante siglos. Y de entre todas ellas, las dos caballerías que compró al encomendero Bobadilla parecen ser las que eligió Juan Guerra como núcleo o casco de sus haciendas; tal vez por contar con las mejores tierras de cultivo, o tal vez por su estratégica situación, o tal vez por contar con la casa más grande y de mejor factura, construida por Bobadilla o probablemente por el propio Diego de Colio.

LA CASA GRANDE DE LA LABOR

Para quienes sostienen que en el siglo dieciséis las casas de las haciendas eran muy modestas, tal vez de adobe y con techo de paja, o que de plano no las había, cabe recordar que, de acuerdo a una real provisión fechada en la villa de Madrid el doce de marzo de mil quinientos treinta y seis, se hace saber al licenciado Diego Pérez de la Torre, suegro de Diego de Colio y sucesor de Nuño de Guzmán en el gobierno de este reino, que todos los pobladores y habitantes de él están obligados a gastar en edificar y en plantar tierras la décima parte de lo que ganaron cada año.

La finalidad de esta disposición era asegurar el arraigo de los colonos en los nuevos dominios de la corona, así como servir de prueba de la vecindad de estos en las tierras que les eran entregadas en merced. Ello nos permite suponer que, desde entonces, las haciendas ya tendrían su casa principal de muy buena factura; muy seguramente de piedra y con muy buenos techos de terrado o teja plana colocada sobre vigas, pues los de paja resultaban muy peligrosos en estos valles, en donde la caña es uno de sus principales cultivos y en donde los fuertes vientos de febrero y marzo pueden llevar con facilidad hasta las casas alguna chispa encendida durante la zafra. Y tendrían también varios aposentos, y su corredor con arcos, que era el centro de la vida social de las haciendas, como lo era la plaza en los pueblos, pues era el lugar en donde se impartía la doctrina, en donde las mujeres hacían las labores, en donde se pagaba a los trabajadores, en donde solía estar la tienda, y era también la asamblea de la capilla, que siempre se encontraba hacia uno de sus extremos.

Sin embargo y a pesar de que estaban más que acondicionadas para que pudieran vivir en ellas con sus familias, los amos rara vez las habitaron de manera permanente, pues preferían la comodidad de la ciudad, que era el centro del poder político y económico y de la vida social del reino, además de que sus cargos en el gobierno o en la iglesia los obligaban a vivir en Guadalajara. Pero esta hacienda parece haber sido la excepción, y hay pruebas documentales que confirman no sólo su existencia, sino también que fue habitada de manera estable por sus propietarios desde el siglo dieciséis. Una de esas pruebas lo es el testamento de doña María de Sámano, otorgado el cinco de marzo de mil quinientos ochenta y nueve en esta labor, que era entonces de la propiedad de la otra doña María, la hija de Diego de Colio. María de Sámano, hija del conquistador y contador Juan de Ojeda y de la sevillana Leonor Vaca, era la viuda de Francisco Merodio de Velasco, el primer alguacil mayor que hubo en la audiencia de este reino, con quien gozó en propiedad durante muchos años de la vecina hacienda de Santa María de Miraflores, hoy el Carmen; y era también la hermana de Juan Guerra, el segundo marido de doña María de Colio, por lo que eran cuñadas y personas muy cercanas. Su testamento nos permite suponer que, para ese tiempo y tal vez desde mucho antes, la labor contaba ya con una casa de muy buena hechura, de piedra y techos de terrado, con varios aposentos, y que era lo suficientemente grande y con las necesarias comodidades como para que la habitaran doña María de Colio y algunos de los hijos de los dos matrimonios que ésta tuvo, y tal vez sus nueras y yernos; y también para recibir y alojar en ella huéspedes durante largas temporadas, como en el caso de doña María de Sámano, quien, en compañía de algunos familiares y de toda la gente de su servicio, permaneció en ella durante toda su enfermedad y hasta su muerte.

Lamentablemente, para el año de mil seiscientos cuarenta y seis, apenas cincuenta y siete después de lo referido, consta en un documento de compraventa de la hacienda que su casa antigua ya había caído en ruinas, y que para ese entonces ya no quedaban sino unos paredones viejos y todos desbaratados. Se ignora cuándo y por quién fue reconstruida, pero sabemos que ya para el año de mil setecientos once estaba perfectamente techada y se componía de una sala con trece varas (de unos ochenta y tres y medio centímetros cada una) de largo y cinco de ancho, de dos aposentos de cinco varas de ancho y cuatro de largo, y de una cocina de ocho varas en contorno; y junto a la casa estaba la capilla, en donde se celebraba la misa. Es decir, que el corredor en el que ésta se encuentra todavía en la actualidad y los cuartos que están a su alrededor, son la parte más antigua de la casa. Entre sus fábricas se incluía también una troje con pared de adobes y con su techo de paja, de dieciséis varas de largo por cinco y media de ancho, más otro cuarto de terrado que servía de greñero (para almacenar la paja), con nueve varas de largo por cinco de ancho. Contaba también con la casa del molino, con su alto, con buenos techos, y las casillas y jacales de la cuadrilla y de la gente de servicio.

En otra relación del año de mil setecientos veintinueve, la casa principal se sigue componiendo de la misma sala, dos recámaras y una despensa (al parecer en donde anteriormente habría sido la cocina), todo techado de azoteas; y se menciona por primera vez un patio interior, en el que se encuentra la cocina, con calzadas de piedras del río. Sigue figurando el molino, sobre el cual se había fabricado un granero, y las trojes del puesto de los Nogales, en donde estaba la casa de la vivienda del mayordomo. Y había una troje nueva, que estaba inmediata a la casa principal de la hacienda, con su corredor, que debe de ser el otro grande que da al exterior. La capilla seguía estando en el mismo lugar.

Para mayo de mil ochocientos cinco, la descripción de la casa era muy similar. Se componía de un corredor compuesto de seis arcos de piedra y cal, la sala y las dos recámaras, que daban a él, dos trojes en la cabecera de dicho corredor, una pieza que servía de tienda, y la capilla, en la otra cabecera del mismo corredor. Pero ahora se agregaba un corredor sobre pilares de madera en el interior de la casa y, en él, cinco piezas, todas con sus puertas, salvo la cocina; otro corredorcillo, también sobre pilares de madera, y en él una pieza que servía de jabonera; tres piezas más, techadas de terrado, y otra pieza en la esquina de la casa principal, al lado del corredor.

Pero para ese mismo año se habían hecho algunas modificaciones en la casa grande. Por ejemplo, se construyó una pared que cortó en dos partes la sala principal, quedándose una para granero de trigo, que no lo había, con su reja y ventana al corredor; un travesaño de pared, que formaba una segunda recámara en la principal; y la tienda se partió también en dos mitades. Se hicieron otros dos corredores sobre pilares de madera, y tres calzadas de piedra en el patio interior que se formó, las que servían de tránsito de las viviendas a la cocina, de lo que se entiende que ésta estaría separada de aquéllas.

LOS NOMBRES DE LA HACIENDA

Parece ser que en los primeros tiempos de la colonización, ni las labores agrícolas ni las estancias ganaderas llevaban un nombre particular, y solían ser conocidas con el de sus dueños. Esta costumbre no se perdió nunca, como más adelante se verá. Así, el nombre más antiguo con que nos consta que fue conocida esta hacienda es el de la labor de María de Colio, probablemente desde mil quinientos sesenta y siete, cuando la adquiere Juan Guerra, su segundo marido; y se refería todavía a ella de ese modo María de Sámano en su testamento, fechado en mil quinientos ochenta y nueve. María de Colio había sido casada en primeras nupcias con el toledano Antonio de Aguiar, quien había servido en la pacificación de este nuevo reino de Galicia y fue uno de los primeros pobladores de Guadalajara, y tuvo con él tres hijos, que llevaron los nombres de Diego, Antonio y Luis de Aguiar. Ya viuda fue cuando casó con Juan Guerra, con quien tuvo otros tres hijos, llamados Francisco, Hernán y Águeda Guerra de Colio. Y como una prueba más de que Diego de Colio pudo haber sido el verdadero fundador y primer propietario de esta hacienda, está el hecho de que el sucesor de doña María en su posesión fue el padre Diego de Aguiar, el primogénito de su primer matrimonio y el mayor de los nietos del conquistador Colio.

Fue precisamente el padre Diego de Aguiar el que le dio a esta finca su primer nombre formal, que fue el de labor de San Nicolás, debido a la devoción que él o sus mayores tenían por el santo agustino Nicolás de Tolentino, abogado de las ánimas del purgatorio; y desde entonces, este santo se convirtió no sólo en la advocación, sino también en el patrono de esta hacienda. Sin embargo, todas las haciendas de la época recibían también uno o varios alias populares, los cuales les daba la gente y que, como en la antigüedad, estaban relacionados con los nombres o con los apellidos de los dueños en turno. A veces estos sobrenombres fueron tan populares, que acabaron convirtiéndose en las denominaciones definitivas de algunas haciendas.

Así, para entender cómo ésta llegó a ser conocida como la labor de Rivera, es preciso hacer un poco de historia. Del matrimonio de Juan Guerra con María de Colio nació, entre otros hermanos, Francisco Guerra de Colio, el cual, a su vez, de su matrimonio con doña Catalina de Barrios tuvo por hija y heredera a doña María Guerra. Esta última fue casada con don Pedro de la Rea, un rico minero de la jurisdicción de Hostotipaquillo, y con él gozó por largos años de esta hacienda en propiedad. Sin embargo, de este matrimonio no hubo descendencia; y habiendo fallecido María Guerra por el mes de febrero de mil seiscientos cuarenta y ocho, su viudo heredó de ella la hacienda en plena propiedad, y contrajo segundas nupcias con doña Isabel de Palma y Meza, o Caro Galindo, de quien tuvo tres hijos llamados María, Pedro y Roque de la Rea.

María, la primogénita y coheredera con sus hermanos de los bienes de su padre, casó hacia mil seiscientos sesenta y seis con un hombre llamado Nicolás de Rivera, vecino y minero en las jurisdicciones de Etzatlán y Ahualulco, quien, como su legítimo marido, era reputado en su tiempo como el propietario de la labor de San Nicolás, a la cual, en consecuencia, se le empezó a llamar la labor de Nicolás de Rivera, lo que derivó finalmente en el nombre actual de labor de Rivera, cayendo poco a poco en el olvido el nombre del santo a quien estaba dedicada originalmente y que, curiosamente, fue el que más se repitió entre los dueños de la hacienda. Antes la había poseído Nicolás de Ojeda, al parecer como tutor de los menores hijos de don Pedro la Rea; y después de Rivera, llegaron a ser también sus dueños un Nicolás de Villalobos Ramiro, un Nicolás de Siordia, y también un hijo de éste, que lo fue el presbítero Nicolás Marcelino de Siordia, por lo que esta finca bien pudo haber llevado el nombre de la labor de los Nicolases. Nicolás de Siordia compró la hacienda el diecisiete de abril de mil setecientos cuarenta y dos para sus siete hijos, entre ellos Nicolás Marcelino, aunque quienes la manejaron efectivamente, y al parecer muy eficientemente, fueron sus hermanos José Luis y Leandro, quien falleció en circunstancias trágicas. El tiempo en que José Luis de Siordia la tuvo en su poder fue un largo período de prosperidad, auge económico y crecimiento territorial, por lo que se le llegó a conocer también como la labor de Siordia o de los Siordia, familia que la poseería al menos por una generación más. Sin embargo, con el alias de la labor de Rivera es con el que esta propiedad ha sido mejor conocida, desde que se le dio y hasta nuestros días.

LA HACIENDA DE LOS SACERDOTES

Pero la labor de Rivera no sólo fue la hacienda de los Nicolases, sino también la de los sacerdotes. El primer clérigo relacionado con la historia de esta propiedad lo fue el canónigo don Pedro Gómez de Colio, hijo de don Diego y hermano de doña María, aunque él nunca llegó a ser su propietario. Escasa información tenemos sobre su persona, y tan sólo sabemos que fue cura vicario del valle de Teocaltiche, y que hablaba fluidamente la lengua mejicana. El doctor Pedro Gómez de Colio falleció el año de mil seiscientos veinte en la ciudad de Guadalajara.

Su sobrino el padre Diego de Aguiar, de quien ya hemos hablado, sí gozó de la posesión de la hacienda, por herencia de su madre. Nacido hacia el año de mil quinientos cuarenta y cinco en la ciudad de Guadalajara, se dice que tuvo vocación religiosa desde temprana edad, habiéndose criado en la iglesia desde que tenía siete u ocho años al lado de su tío, el ya citado canónigo Pedro Gómez de Colio. Fue ordenado sacerdote hacia mil quinientos sesenta y seis, cuando la labor estaba apenas en pleno proceso de formación, y fue tenido en su tiempo por un hombre de gran cultura y humanidad. Dominaba la lengua mejicana, en la que se dirigía a los naturales y les administraba los sacramentos, y también entendía la lengua tecueje, que era una de las que se hablaban en Jalisco. Como su tío, llegó también a ser canónigo de la santa iglesia catedral de Guadalajara.

Durante el largo tiempo que poseyó la labor, que fueron más de treinta y cinco años, la hacienda creció de manera significativa, pues don Diego fue comprando nuevas estancias para ganados mayores y tierras de sembradura; y es de suponerse que, por su oficio, hubiera sido él quien dotó a la finca de su primera capilla. Hacia el año de mil seiscientos diecinueve, a sus más de setenta años de edad, ya viejo, enfermo y cansado de sus obligaciones, se vino a retirar a su labor, que ya administraban sus medios hermanos Francisco y Hernán Guerra de Colio; y en ella falleció por el año de mil seiscientos veintiuno.

Poco más de cien años después, concretamente el ocho de marzo de mil setecientos veintinueve, compró la hacienda otro sacerdote, el doctor don Salvador Jiménez Espinoza de los Monteros, arcediano de la santa iglesia catedral de Guadalajara; aunque luego se supo que no la compró para él, sino como personero, con instrucciones y con el dinero del coronel de infantería don Juan Flores de San Pedro, quien fue su verdadero dueño. Pero no por mucho tiempo, pues tan sólo ocho años después, el doce de octubre de mil setecientos treinta y siete, la volvió a vender el coronel, ahora sí a un sacerdote. Se trataba del presbítero Juan Bautista de Olachea y Loperena, nacido a fines del siglo diecisiete en la feligresía de Tecolotlán, y quien para el tiempo en que compró la labor era nada más y nada menos que el rector del colegio seminario del señor San José de esta ciudad de Guadalajara, en donde tenía su residencia.

El año de mil setecientos cuarenta y dos, como ya se ha visto, don Nicolás de Siordia compró la hacienda para sus siete hijos, uno de los cuales fue el presbítero don Nicolás Marcelino de Siordia, aunque quien siempre llevó el control de los negocios fue su hermano José Luis. A este último lo sucedió en la posesión de la finca su hijo, el presbítero José Carlos de Siordia, como uno de sus herederos; aunque sólo por algún tiempo, pues luego dejó el control de la misma a su hermano menor José María, conservando él para sí la vecina hacienda de las Fuentes.

Y para finalizar esta lista de sacerdotes, perteneció también la labor de Rivera al prebendado don Francisco Díaz Inguanzo, quien fue cura vicario de la villa y feligresía de Zapotlanejo. En mil ochocientos treinta y dos vendió este sacerdote las haciendas la Labor y la Laja, que estaban unidas como una misma propiedad, a don Guadalupe Gómez Hurtado de Mendoza, uno de los condueños de la estancia de los Ayones, una rica finca rural en la vecina municipalidad de Etzatlán.

LOS DIAS DE GUARDAR EN LA LABOR

Desde los lejanos tiempos del padre Diego de Aguiar se empezó a propagar en la hacienda el culto a san Nicolás de Tolentino, abogado de las ánimas del purgatorio, que luego creció mucho y se arraigó entre toda la gente de la hacienda y sus alrededores. Cuando falleció su sobrina y sucesora María Guerra, nieta de Juan Guerra y María de Colio, ésta dejó establecido por cláusula testamentaria que el diez de septiembre de todos los años se celebrara la fiesta de san Nicolás de Tolentino, por ser el patrono y la advocación de la hacienda; y también estableció una misa dedicada a la virgen de la Purificación en su día, que es el dos de febrero, por ser también advocación de la labor, y en cuya fecha los indios y los demás vecinos de ella y de sus alrededores celebraban la fiesta grande de la hacienda.

Pedro de la Rea, el marido de doña María Guerra, falleció en septiembre de mil seiscientos sesenta y tres, y también por cláusula testamentaria dejó instituida una misa rezada en la capilla de la hacienda el primer día de noviembre de cada año, dedicada a todos los santos de la corte del cielo, y otra más el día siguiente, en conmemoración de todas las ánimas que están en penas de purgatorio, cuyo patrono es justamente san Nicolás de Tolentino. Es por ello que en la capilla, además de un crucifijo de pasta grande y de una cruz de madera dorada y verde de tres varas de largo que había en el altar, estuvo siempre presente una figura de bulto de san Nicolás, coronado con su diadema de plata, y una imagen de nuestra señora de la Candelaria, de media vara de alta, con su cetro, corona de plata y vestido de raso.

Lamentablemente, ya para principios del siglo diecinueve se decía en un documento que dichas figuras de bulto se hallaban muy maltratadas; e ignoramos cuándo empezó a decaer su culto y devoción.

Sobre nosotros

Hacienda Labor de Rivera

Hacienda Labor de Rivera Hotel Boutique & Eventos es un auténtico tesoro del Siglo XVII que ha sido acondicionado para ofrecer el confort y las comodidades del siglo XXI. Estamos ubicados en Teuchitlán Jalisco, a solo 55 km de la ciudad de Guadalajara y a 15 minutos de la Zona Arqueológica de Guachimontones. Nuestro hotel boutique ofrece 21 alcobas llenas de encanto y lujo con hermosas vistas que transmiten paz, armonía y tranquilidad. Además, contamos con diferentes espacios como salones para reuniones de negocios, terrazas llenas de esencia colonial, amplios jardines, lago privado y un Lienzo Charro que puede ser el escenario de espectáculos de charrería, folklore mexicano y escaramuzas. Sin dejar de lado el paisaje agavero, el bosque de 7 hectáreas con humedales y nacimientos de agua, la cabina de spa, restaurante y vestigios de una antigua fábrica de tequila. Nuestra hermosa capilla "Del Señor de la Ascención" está consagrada para realizar ceremonias y celebraciones especiales.